Páginas


martes, 26 de febrero de 2019

Materia:Proyecto.5 Año

https://metodouces.files.wordpress.com/2017/08/2_ragin_cap-1-y-2.pdf

jueves, 1 de noviembre de 2018

PSICOLOGIA SOCIAL II De la sociedad del cansancio a la sociedad del aburrimiento Un estudio del pensamiento de Byung -Chul Ha

http://www.academia.edu/27592472/De_la_sociedad_del_cansancio_a_la_sociedad_del_aburrimiento_Un_estudio_del_pensamiento_de_Byung_-Chul_Ha.pdf

domingo, 21 de octubre de 2018

Psicología Social:El Malestar en la Cultura

El Malestar en la Cultura
Freud,S     

Resumen
La cultura exige sacrificios, además de aquellos que afectan la satisfacción sexual. La cultura implica necesariamente relaciones entre un gran número de personas; la cultura no se conforma con los vínculos de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales. La realización de estos propósitos requiere ineludiblemente una restricción de la vida sexual, ¿qué es lo que impulsó a la cultura a tomar este camino?

Uno de los postulados pretendidos por la sociedad civilizada es el precepto de: “amarás al prójimo como a ti mismo” Freud explica la irracionalidad de dicho argumento; el ser extraño aparece ante mí como alguien indigno de mi amor, alguien que, con toda sinceridad, parece merecer mucho más mi hostilidad y odio. Quien no alimente el mínimo amor hacia mi persona, no merece la menor demostración de mi consideración. El ser humano no es una criatura tierna y necesitada de amor, sino un individuo entre cuyas disposiciones instintivas incluye una buena porción de agresividad. El prójimo no le representa únicamente un posible colaborador, también es un motivo de tentación para satisfacer en él su cólera innata. Debido a esta primordial hostilidad entre los seres humanos, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre. Sin embargo, sería injusto, analiza el autor, reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha y la competición de las actividades humanas; no obstante que dichos factores son imprescindibles, la rivalidad no necesariamente implica hostilidad.

Freud rechaza la idea de que es la institución de la propiedad privada la culpable de corromper la naturaleza humana; el instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, rige casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando ésta era aún poca cosa. Si se eliminara el derecho natural a poseer bienes, todavía subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la más violenta contrariedad entre los seres humanos. Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino a todas las tendencias agresivas, se comprenderá mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella la felicidad. El ser humano civilizado ha intercambiado en ella –la civilización– una parte de posible felicidad por una parte de seguridad.

Desde un principio, en la teoría psicoanalítica, se presentan en mutua oposición los instintos del yo y los instintos objetales; el amor tiende hacia los objetos, la función primordial reside en la conservación de la especie –la reproducción–. Para designar la energía de los últimos instintos, Freud los llamó libidinales, dirigidos a las pulsiones amorosas en el más amplio sentido. El concepto de narcisismo introduce el reconocimiento de que también el yo está impregnado de libido, pues primitivamente el yo fue el lugar de origen y en cierta manera sigue siendo el cuartel general. Partiendo de estas especulaciones sobre el inicio de la vida, se dedujo que además del instinto que busca conservar la sustancia viva, debe existir otro, antagónico a él, que disuelva las unidades y las retorne al estado más primitivo, inorgánico: el instinto de muerte. Atenuado y sometido, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio de la naturaleza. La tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano, ésta constituye el mayor obstáculo con el que tropieza el desarrollo de la cultura. El sentido de la evolución cultural, cree Freud, ya no debe resultar impenetrable; por fuerza debe presentar la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción. La evolución cultural se define entonces, de acuerdo al autor, como la lucha de la especie humana por la vida.

¿A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica? La agresión es internalizada, devuelta al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, que en calidad de superyó se opone a la parte restante y asume el papel de conciencia moral. La tensión creada entre el severo superyó y el yo subordinado al mismo la califica Freud como sentimiento de culpabilidad, que se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. La cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo, debilitándolo, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior. Dado que el hombre no discierne el bien y el mal de manera natural, debe tener algún motivo para subordinarse a esta influencia extraña: el miedo a la pérdida del amor. Cuando el hombre pierde el amor del prójimo pierde con ello su protección, se expone al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Lo malo es aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor. Sin embargo, el cambio fundamental se produce cuando la autoridad es interiorizada al establecer el superyó: los fenómenos de la conciencia moral son elevados a un nuevo nivel; aquí deja de actuar el temor a ser descubiertos y la diferencia entre hacer y querer hacer el mal desparece: nada puede ocultarse al superyó, ni siquiera los pensamientos. El superyó tortura al pecaminoso yo con sensaciones de angustia. Por consiguiente, se conocen dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: el miedo a la autoridad y el temor al superyó.

Ahora bien, si al principio la conciencia moral –angustia– es la causa de la renuncia a los instintos, posteriormente esta situación se invierte: toda dimisión instintiva se convierte en una fuente dinámica de la conciencia moral; toda nueva renuncia a la satisfacción aumenta su severidad e intolerancia. El efecto de la renuncia a los instintos sobre la conciencia moral se funda en que cada parte de agresión a cuyo cumplimiento desistimos es incorporada por el superyó, acrecentando su agresividad. La tentación no hace sino aumentar en intensidad bajo las constantes privaciones; la frustración exterior intensifica el poder de la conciencia en el superyó.

Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir a los seres humanos en una masa íntimamente amalgamada, sólo se puede alcanzar este objetivo mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad. El precio pagado por el desarrollo de la cultura reside en la pérdida de felicidad por el aumento de esta sensación. La culpa no es, en el fondo, sino una variante topográfica de la angustia, en cuyas fases ulteriores coincide por completo con el miedo al superyó. En la evolución del individuo el acento suele recaer en la tendencia egoísta o de felicidad, mientras que la otra, que se podría designar como cultural se limita a instituir restricciones. Esta lucha entre individuo y sociedad responde a un conflicto en la economía de la libido, esto es, entre el yo y sus objetos. En la perspectiva de Freud, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión.
Aparecido en 1930, en este artículo Sigmund Freud plantea que la insatisfacción del ser humano por la cultura se debe a que esta controla sus impulsos eróticos y agresivos, especialmente estos últimos, ya que el   ser humano tiene una agresividad innata que puede desintegrar la sociedad. La cultura controlará esta agresividad internalizándola bajo la forma de Superyo y dirigiéndola contra el yo, el que entonces puede tornarse masoquista o autodestructivo.

La religión busca responder al sentido de la vida, y por otro lado el  ser humano busca el placer y la evitación del displacer, cosas irrealizables en su plenitud. Es así que el ser humano  rebaja sus pretensiones de felicidad, aunque busca otras posibilidades como el hedonismo, el estoicismo, etc. Otra técnica para evitar los sufrimientos es reorientar los fines instintivos de forma tal de poder eludir las frustraciones del mundo exterior. Esto se llama sublimación, es decir poder canalizar lo instintivo hacia satisfacciones artísticas o científicas que alejan al sujeto cada vez más del mundo exterior. En una palabra, son muchos los procedimientos para conquistar la felicidad o alejar el sufrimiento, pero ninguno 100% efectivo.

La religión impone un camino único para ser feliz y evitar el sufrimiento. Para ello reduce el valor de la vida y delira deformando el mundo real intimidando a la inteligencia, infantilizando al sujeto y produciendo delirios colectivos. No obstante, tampoco puede eliminar totalmente el sufrimiento.

Tres son las fuentes del sufrimiento humano: el poder de la naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo, y nuestra insuficiencia para regular nuestras relaciones sociales. Las dos primeras son inevitables, pero no entendemos la tercera: no entendemos porqué la sociedad no nos procura satisfacción o bienestar, lo cual genera una hostilidad hacia lo cultural.

Cultura es la suma de producciones que nos diferencian de los animales, y que sirve a dos fines: proteger al  ser humano de  la naturaleza, y regular sus mutuas relaciones sociales. Para esto último el ser humano debió pasar del poderío de una sola voluntad tirana al poder de todos, al poder de la comunidad, es decir que todos debieron sacrificar algo de sus instintos: la cultura los restringió.

 Examina aquí Freud qué factores hacen al origen de la cultura, y cuáles determinaron su posterior derrotero. Desde el principio, el ser humano primitivo comprendió que para sobrevivir debía organizarse con otros seres humanos.Pero pronto surge un conflicto entre el amor y la cultura: el amor se opone a los intereses de la cultura, y ésta lo amenaza con restricciones. La familia defiende el amor, y la comunidad más amplia la cultura

 La cultura busca sustraer la energía del amor entre dos, para derivarla a lazos libidinales que unan a los miembros de la sociedad entre sí para fortalecerla ('amarás a tu prójimo como a tí mísmo'). Pero sin embargo, también existen tendencias agresivas hacia los otros, y además no se entiende porqué amar a otros cuando quizá no lo merecen. Así, la cultura también restringirá la agresividad, y no sólo el amor sexual, lo cual permite entender porqué el ser humano no encuentra su felicidad en las relaciones sociales.
Existe una contraposición entre cultura y sexualidad por múltiples razones, pero es importante el hecho de que en una relación sexual lo importante es la pareja sin importar el resto de la sociedad mientras que la cultura reposa entre un gran número de seres humanos.

Podríamos imaginar una comunidad culta compuesta de tales individuos dobles, que saciados libidinalmente se enlazaran entre ellos a través de vínculos de trabajo e intereses; en tal caso la cultura no necesitaría sustraer energía de la sexualidad, pero esta no es más que una falacia pues este deseable estado no existe ni ha existido nunca.

Uno de los reclamos ideales de nuestra cultura dice: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, pero, esta no es una actitud posible ni deseable pues el amor es algo muy valioso: no puede desperdiciarlo sin pedir cuentas, porque le impone deberes que tiene que estar dispuesto a cumplir con sacrificios. Si se ama al otro este debe merecerlo en alguna manera y lo merece si en aspectos importante es perecido a mí tanto que puedo amarme a mí mismo en él. Si es un extraño para mí no puede atraerme por algún valor suyo o alguna significación que haya adquirido para mi vida afectiva, se cometería una injusticia brindando amor a un extraño pues lo equipararía con los míos aniquilando la predilección que existe hacia estos. Si lo amo con un amor universal le correspondería solo una pequeña parte de mi amor.   

Con todo lo anterior se quiere ejemplificar que el ser humano no es un ser manso sino que es válido atribuir a su personalidad una dotación importante de agresividad, es decir, el prójimo no es solo una objeto sexual sino también una tentación para satisfacer en él la agresión. 

Esa agresión cruel aguarda por lo general una provocación: cuando están ausentes las fuerzas anímicas que suelen inhibirla se desenmascaran los seres humanos como fuerzas salvajes. La existencia de esta tendencia agresiva es un factor que amenaza nuestra convivencia con el prójimo.

A raíz de esta hostilidad la sociedad culta se encuentra en una constante amenaza. El interés del trabajo no la mantendría cohesionada, dado que  las pasiones inconscientes son más fuertes que los intereses racionales.  

La cultura intenta prevenir los intereses más groseros de la fuerza bruta arrogándose el derecho de ejercer ella misma la violencia sobre los criminales. Puesto que la cultura impone tantos sacrificios no solo a la sexualidad sino a la inclinación agresiva comprendemos mejor que los hombres no se sientan dichosos dentro de ella.

 En 'Más allá del principio del placer' habían quedado postulados dos instintos: de vida (Eros), y de agresión o muerte. Ambos no se encuentran aislados y pueden complementarse, como por ejemplo cuando la agresión dirigida hacia afuera salva al sujeto de la autoagresión, o sea preserva su vida. La libido es la energía del Eros, pero más que esta, es la tendencia agresiva el mayor obstáculo que se opone a la cultura. Las agresiones mutuas entre los seres humanos hacen peligrar la misma sociedad, y ésta no se mantiene unida solamente por necesidades de sobrevivencia, de aquí la necesidad de generar lazos Las pulsiones son algo fundamental en la naturaleza del ser humano. De ahí las palabras del filósofo F. Schiller: “hambre y amor mantienen cohesionada la fábrica del mundo”. El hambre podría considerarse el subrogado de aquellas pulsiones que quieren conservar al individuo, en tanto que el amor pugna por alcanzar objetos. Esto da origen a las pulsiones yoicas y de objeto; para designar la energía de estas últimas se utiliza el nombre de libido. Puesto que también las pulsiones yoicas son libidinosas, por un momento pareció posible identificar la libido con una pulsión general.

Además de la pulsión a conservar la sustancia viva y reunirla en cantidades cada vez mayores (eros), debía de haber otra pulsión opuesta a ella que pugna por disolver estas unidades (thanatos). Las exteriorizaciones del eros eran harto llamativas y las del thanatos silenciosas, pero las del thanatos se manifiestan en el mundo exterior en forma de agresión y quedan al servicio de las de vida. Si esta agresión es limitada hacia afuera crea un incremento de la autodestrucción. Es por esto que las dos variedades de pulsión casi siempre aparecen juntas más que aisladas.

La inclinación agresiva es una disposición pulsional autónoma, y la cultura encuentra en ella su obstáculo más poderoso. Esas colectividades de seres humanos deben ser ligadas libidinosamente entre sí y a este programa de la cultura se opone la pulsión agresiva natural.
 entre los miembros.
En otras especies no se ha llegado a un equilibrio entre los influjos del mundo circundante y las pulsiones que libran combate dentro de sí y esto es un obstáculo para el desarrollo.

Pero la cultura se debe servir de ciertos medios para no atrasar este desarrollo. Una de sus más grandes tretas es la introyección de la agresión, que en realidad la reenvía al punto de partida: vuelta hacia el yo propio. Ahí es recogida por una parte del yo, que se contrapone al resto y entonces como conciencia moral está pronta a ejercer contra el yo la misma agresividad que de buena gana habría satisfecho con alguien más.

La conciencia de culpa es la tensión que el superyó ha vuelto al yo y que lo está sometiendo. Es así como la cultura regula el peligroso gusto agresivo del individuo debilitándolo y vigilándolo desde una instancia situada en su interior.
El sentimiento de culpa se observa no solo cuando alguien hace algo que identifica como malo sino también cuando piensa en esto malo. El hombre no habría seguido este camino a no ser por su desvalimiento y dependencia de los otros: una angustia por la pérdida del amor y la protección. Sobreviene un cambio importante cuando la autoridad se interioriza, pues en ese momento aparece la angustia frente a la posibilidad de ser descubierto y desaparece por completo la distinción entre hacer el mal y quererlo.
El sentimiento de culpa se produce por la angustia frente a la autoridad y más tarde la angustia frente al superyó. La primera compele a renunciar a satisfacciones pulsionales. La segunda es fuerza a la punición puesto que no se puede ocultar ante el superyó la persistencia de los deseos prohibidos.




Psicología de las masas y el análisis del yo

Psicología de las masas y el análisis del yo

En uno de sus más famosos artículos, “Psicología de las masas y análisis del yo”, de 1921, Sigmund Freud sienta las bases para el desarrollo de disciplinas tales como la psicología social, la psicología política y otras.
En ese trabajo pionero, afirma que la oposición entre psicología individual y psicología colectiva (o social) no es tan significativa ni profunda como puede parecer a simple vista.
La psicología individual, por supuesto, pretende enfocarse en el hombre aislado, y explora la forma en que este puede enfrentar sus problemas y superarlos; pero, en verdad, sólo excepcionalmente puede prescindir de las relaciones del individuo con sus semejantes.
En la vida psíquica individual, siempre aparece integrado el “otro”, sea como modelo, como objeto, como auxiliar o adversario, etc.; de este modo, la psicología individual es, “al mismo tiempo y desde un principio”, psicología social. Una afirmación audaz y de grandes consecuencias.
Incluso, las relaciones del individuo con sus padres y sus hermanos, con la persona que ama, y hasta con su terapeuta, pueden ser consideradas fenómenos sociales; en principio, se situarían en oposición a otros procesos, los denominados narcisistas, en los que aparentemente no hay influencia de otras personas. Pero resulta que esta misma oposición puede ser estudiada desde la perspectiva de lo social.
Al hablar de psicología social o colectiva, se suele tomar como objeto de la investigación la influencia que sobre el individuo ejerce un gran número de personas simultáneamente; por ejemplo, su tribu, su pueblo, su casta o su clase social, una institución; o la multitud humana en general, que en un momento dado se organiza en una masa o colectividad.
Pero a esto Freud va a objetar que el factor numérico es secundario, y no le asigna una importancia suficiente para provocar, por sí solo, en el ser humano, la aparición de otro instinto, inactivo en cualquier otra ocasión (individual o singular).
Quedan dos caminos: el instinto social no es un instinto primario e irreductible; los comienzos de su formación pueden hallarse en círculos más limitados; por ejemplo, la familia.
La psicología colectiva abarca un gran número de problemas, aun poco diferenciados. Habrá que ver cuáles de ellos interesan a la investigación psicoanalítica propiamente dicha.
El trabajo “Psicología de las masas y análisis del yo”, en gran medida, fue elaborado por Freud para oponerse a las teorías de Gustave Le Bon sobre la “psicología de las multitudes”, entonces en boga.
Freud anota el hecho de que la psicología, que investiga los instintos, las disposiciones, los móviles y las intenciones del individuo, se encuentra de pronto con un nuevo problema: debe explicar el hecho, por demás sorprendente, de que, en determinadas circunstancias, por su incorporación a una multitud humana que ha adquirido el carácter de “masa”, ese individuo piensa, siente y actúa de un modo absolutamente inesperado y distinto.
Ahora bien: ¿qué es una masa? ¿Cómo adquiere tal influencia decisiva sobre la vida anímica individual? ¿Y en qué consistiría esa “modificación psíquica” que de alguna manera impone al individuo?
Como se sabe, Le Bon observa al respecto: “El más singular de los fenómenos presentados por una masa psicológica, es el siguiente: cualesquiera que sean los individuos que la componen y por diversos o semejantes que puedan ser su género de vida, sus ocupaciones, su carácter o su inteligencia, el simple hecho de hallarse transformados en una multitud le dota de una especie de alma colectiva. Este alma les hace sentir, pensar y obrar de una manera por completo distinta de como sentiría, pensaría y obraría cada uno de ellos aisladamente… La masa psicológica es un ser provisional compuesto de elementos heterogéneos, soldados por un instante, exactamente como las células de un cuerpo vivo forman por su reunión un nuevo ser, que nuestra caracteres muy diferentes de los que cada una de tales células posee”.
Freud acota que, si los individuos que forman parte de una multitud se funden en una nueva unidad, debe existir algo que produzca ese vínculo. ¿Qué es ese algo? Le Bon no parece encontrarlo, pero es verdad que menciona la influencia de lo “inconsciente”, por lo cual Freud admite que en esto es su precursor.
Le Bon afirma que los individuos en la masa muestran nuevas cualidades, de las cuales carecían antes. Para Freud, en todo caso, esto ocurriría porque formar parte de una multitud le permite al individuo suprimir las represiones de sus tendencias inconscientes. “Los caracteres aparentemente nuevos que entonces manifiesta son precisamente exteriorizaciones de lo inconsciente individual, sistema en el que se halla contenido en germen todo lo malo existente en el alma humana”.
Para Freud, la desaparición de la conciencia moral o del sentimiento de la responsabilidad se comprende fácilmente por cuanto el núcleo de esos fenómenos era lo que él llamaba “angustia social”.
En cuanto al supuesto “contagio mental”, fácilmente comprobable pero difícilmente explicable, debe ser relacionado con los fenómenos de orden hipnótico. En la multitud, todo sentimiento y todo acto son contagiosos, hasta el punto de que el individuo “sacrifica” su interés personal al interés colectivo, actitud ciertamente contraria a su naturaleza.
Lo mismo ocurre con la “sugestibilidad” de la que habla Le Bon. Este no se limita a comparar el estado del individuo en una multitud con el estado hipnótico, sino que propone prácticamente una identidad entre ambos.
Sin embargo, dice Freud, habría que diferenciar, al menos, la índole del contagio y de la sugestibilidad; y, lo que es más importante, establecer cuál es la fuente de la sugestión. ¿Quién sería el “hipnotizador” de las masas…?
Le Bon insiste en la disminución de la actividad intelectual que el individuo experimenta por el solo hecho de su “disolución” en la masa. Freud está de acuerdo con él en las coincidencias que hay entre el “alma” de la multitud y la vida anímica de los primitivos y de los niños. La multitud es impulsiva, cambiante e irritable, y se deja guiar casi exclusivamente por lo inconsciente.
La masa posee un sentimiento de omnipotencia y, al mismo tiempo es influenciable y crédula. Sus sentimientos son simples y llegan rápidamente a los extremos.
En las masas, acota Freud, las ideas más opuestas pueden coexistir sin molestarse mutuamente y sin que surja un conflicto por su contradicción lógica. Y el psicoanálisis ha demostrado que este mismo fenómeno se da en la vida anímica individual, en el niño y en el neurótico.
En cuanto un cierto número de seres vivos se reúne (rebaño o multitud), se pone instintivamente bajo la autoridad de un jefe. La masa es incapaz de vivir sin amo. Pero, si la multitud necesita un jefe, es necesario que este posea determinadas aptitudes personales.
Parece que aquí hemos hallado al hipnotizador que faltaba: el líder de masas.
Le Bon atribuye al líder un poder misterioso e irresistible, al que da el nombre de “prestigio” (podría ser también “carisma”): una especie de fascinación que un individuo, una obra o una idea ejercen sobre el espíritu.
Pero Freud acota que este concepto no facilita en lo más mínimo la comprensión de la misteriosa influencia que ejercería el líder sobre las masas.
En general, aunque parece reconocerle méritos a Le Bon, Freud termina por relativizar casi todo lo que este ha dicho. Ninguna de sus afirmaciones es original, y muchas de ellas son contradictorias o relativas (las colectividades también son capaces de un gran desinterés y un alto espíritu de sacrificio). No siempre la masa se comporta de manera deleznable y, en todo caso, subiste el problema de cómo se ejerce realmente la influencia sobre ella, en qué condiciones y hasta qué punto.
Otros autores, recuerda Freud, resaltan el hecho de que es la sociedad la que impone normas morales al individuo, y que el entusiasmo colectivo muchas veces lleva a los actos más nobles y generosos; incluyendo, por ejemplo, las manifestaciones artísticas populares.
Probablemente se han confundido, con la denominación genérica de “multitudes”, formaciones muy diversas. Una cosa es la masa de existencia pasajera, constituida rápidamente por la asociación de individuos movidos por un interés común, pero muy diferentes entre sí; y otra son las masas estables o asociaciones permanentes, en las que los hombres pasan toda su vida y se encarnan en las instituciones sociales.
El fenómeno más singular y, al mismo tiempo, más importante de la formación de la masa consiste en la intensificación de la emotividad de sus integrantes. Hay incluso una suerte de inducción directa de emociones (contagio) entre ellos.
A veces, dice Freud, es cierto que el grado emocional que alcanza la masa la hace peligrosa para aquellos individuos que no pertenezcan del todo a ella. Suele ser necesario, entonces, “aullar con los lobos” (ir con la manada), y obedecer a esta nueva autoridad, interna o externa a la masa que se ha formado.
Este es el camino que a Freud le interesa seguir.
¿Cuál sería, según Freud, la explicación psicológica de la modificación psíquica que la influencia de la masa impone al individuo?
La palabra mágica “sugestión”, en el fondo, no explica mucho. Gabriel Tarde habló de “imitación”, pero esta parece estar integrada en aquella, como una consecuencia.
¿Y el famoso prestigio del caudillo? Esto sólo se exterioriza por su facultad de provocar sugestión…
Como se sabe, Freud comenzó su carrera experimentando con la hipnosis. Pero, como él mismo dice, llegó a sentir una “oscura animosidad contra tal tiranía de la sugestión… Esta resistencia mía tomó después la forma de una rebelión contra el hecho de que la sugestión, que todo lo explicaba, hubiera de carecer por sí misma de explicación…”.
En cambio, Freud va a intentar aplicar al esclarecimiento de la psicología colectiva, el concepto de la libido, que tanto le había servido ya en el estudio de la psiconeurosis.
Libido, como término perteneciente a la teoría de la afectividad, designa “la energía —considerada como magnitud cuantitativa, aunque por ahora no mensurable— de los instintos relacionados con todo aquello susceptible de ser comprendido bajo el concepto de amor”.
La libido se refiere al amor sexual, por supuesto, pero también al amor del individuo a sí mismo, el amor paterno y el filial, la amistad y el amor a la humanidad en general, e incluso a objetos concretos o a ideas abstractas. Todas estas tendencias constituyen expresiones de los mismos movimientos instintivos que impulsan a los sujetos a la unión sexual, pero que son desviados de este fin (desviación, sublimación).
La masa debe de mantenerse cohesionada por algún poder. ¿Este poder no será la libido, el Eros que mantiene la cohesión de todo lo existente? Y, si el individuo englobado en la masa renuncia a lo personal y se deja “sugestionar” por los otros, ¿no será que siente la necesidad de hallarse de acuerdo con ellos, es decir, por “amor a los demás”?
Y, hay que agregar, por amor al jefe. Tal es así que, cuando el jefe desaparece, como el general que huye o muere en medio de la batalla, surge la “angustia social”. Con el lazo que los ligaba al jefe, generalmente desaparecen los que ligaban a los individuos entre sí, y la masa se disgrega.
Los lazos afectivos que vinculan a los miembros de la masa con el líder se muestran como más decisivos que los que vinculan a los individuos entre sí.
Es particularmente interesante la diferencia entre las masas que tienen un director y las que no. Quizás, en estas últimas, el jefe es sustituido por alguna idea o abstracción. Pero, a su vez, esta “abstracción” podría quizás encarnar en la persona de un jefe secundario, y entonces se establecerían, entre este y la idea, relaciones muy diversas e interesantes.
¿Cómo se comportan los hombres mutuamente desde el punto de vista afectivo? Como en la célebre parábola de los puercoespines con frío, que cuenta Schopenhauer, ningún hombre soporta una aproximación demasiado íntima a los otros.
El psicoanálisis demuestra que casi todas las relaciones afectivas entre dos personas (el matrimonio, la amistad, el amor paterno o filial) conservan un depósito de sentimientos hostiles, que para desaparecer necesita represión. Cuando la hostilidad se dirige contra personas amadas, se trata de una ambivalencia afectiva, originada en el narcisismo.
Y esto pasa también entre conjuntos más amplios (pueblos, naciones, etnias). Pero, dentro de cada conjunto, el narcisismo se restringe, a favor del vínculo libidinal con los otros miembros del mismo grupo.
Entonces, en las relaciones sociales se vuelven a encontrar hechos que la investigación psicoanalítica ha permitido observar en el desarrollo de la libido individual. En el desarrollo de la humanidad, tal como en el del individuo, es el amor lo que ha revelado ser el principal factor de civilización, y quizá el único, determinando el paso del egoísmo al altruismo.
Cuando se observa que en la masa aparecen restricciones del egoísmo narcisista, este hecho debe considerarse una prueba de que la esencia de la formación colectiva reposa en el establecimiento de nuevos lazos libidinales entre sus miembros. Cabe preguntarse cuál sería la naturaleza de estos nuevos lazos afectivos.
En la multitud, ciertamente, no puede haber fines eróticos directos, sino sólo desviados de sus metas primitivas. Habría que ver qué tipo de fijación hacia objetos implica la relación de masas y hasta qué punto está implicada, en cambio, alguna forma de identificación.
La hipnosis, agrega Freud, revelaría fácilmente el enigma de la constitución libidinal de la masa si no tuviera rasgos que escapan a la anterior explicación racional (enamoramiento carente de tendencias sexuales directas).
En la hipnosis hay todavía gran parte incomprendida y de carácter “místico”. Una particularidad es esa especie de parálisis, resultado de la influencia ejercida por una persona omnipotente sobre otra impotente. El modo de provocar la hipnosis y su selección de las personas apropiadas son aún en gran medida enigmáticas.
También es atendible el hecho de que la conciencia moral de las personas hipnotizadas puede oponer una intensa resistencia, que proviene, quizá, de que en la hipnosis el sujeto continúa dándose cuenta de que se trata de un juego, una reproducción ficticia de otra situación de importancia mucho mayor.
En todo caso, lo anterior permite afirmar, aunque sea provisoriamente, que la masa que posee un líder es una reunión de individuos que han reemplazado su ideal del yo por un mismo objeto, con lo cual se ha establecido entre ellos una general y recíproca identificación del yo.
La masa se muestra, entonces, como una suerte de resurrección de la horda primitiva. Así como el hombre primitivo sobrevive virtualmente en cada individuo, también toda masa humana puede reconstituir la horda primitiva.
Por eso el hipnotizador pretende poseer un poder misterioso que despoja de su voluntad al sujeto. O lo que es lo mismo: el sujeto atribuye al hipnotizador tal poder. Esta fuerza misteriosa sería la misma que constituye, para los primitivos, la fuente del tabú; esa misma fuerza que emana de los reyes y de los jefes, y que pone en riesgo a quienes se les acercan.
El carácter inquietante de las formaciones colectivas puede atribuirse, entonces, a su afinidad con la horda primitiva de la cual desciende. El caudillo sería el temido padre primitivo. El padre primitivo es el ideal de la masa, y este ideal domina al individuo, remplazando su ideal del yo. El individuo renuncia a su ideal del yo, cambiándolo por el ideal de la masa, encarnado en el líder.
La identificación es la forma primitiva del vínculo afectivo de un objeto. Al seguir una dirección regresiva, se convierte en sustitución de un vínculo libidinal a un objeto, como por introyección del objeto en el yo. Puede ocurrir que el sujeto descubra en sí un rasgo común con otra persona que no es objeto de sus instintos sexuales.
Cuanto más importante sea tal comunidad, más perfecta y completa llegará a ser la identificación parcial, y constituirá así el principio de un nuevo vínculo.
Todo esto hace sospechar que el vínculo recíproco de los individuos en una masa es de la índole de esa identificación, basada en una amplia comunidad afectiva; y se puede suponer que esta comunidad reposa, a su vez, en la modalidad del vínculo con el líder.
En algunas formas de la elección amorosa, llega incluso a hacerse evidente que el objeto sustituye un ideal propio y no alcanzado del yo. Se ama al objeto a causa de las perfecciones a las que se aspira para el propio yo, para satisfacción del narcisismo.
En todo enamoramiento, se hallan rasgos de humildad, limitación del narcisismo y tendencia a la propia degradación. Simultáneamente a este “abandono” del yo al objeto (que ya no se diferencia del abandono sublimado a una idea abstracta), cesan las funciones del ideal del yo. La crítica ejercida por este calla, y todo lo que el objeto hace es bueno e irreprochable. La conciencia moral deja de intervenir, y se llega hasta el crimen sin remordimientos. El objeto ha ocupado el lugar del ideal del yo.
En la identificación, el yo se “enriquece” con las cualidades del objeto, se lo “introyecta”; en el enamoramiento, el yo se “empobrece”, entregándose totalmente al objeto.
Del enamoramiento a la hipnosis no hay una gran distancia. El hipnotizado, con respecto al hipnotizador, da las mismas pruebas de sumisión, docilidad y ausencia de crítica, que el enamorado con respecto del objeto de su amor; el mismo renunciamiento a toda iniciativa personal. El hipnotizador se ha situado en el lugar del ideal del yo.
La relación hipnótica presenta un elemento de la compleja estructura de la masa: la actitud del individuo con respecto al líder.